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martes, 16 de febrero de 2010

Pobreza, desigualdad y cohesión social: más allá de los Objetivos del Milenio Anna Ayuso Fundación CIDOB, Barcelona

Introducción

Latinoamérica es una región de contrastes, donde conviven una mayoría de países de renta media (PRM) e incluso media alta con algunos ejemplos de países menos avanzados (PMA). A su vez, dentro de cada país abundan grandes desequilibrios territoriales y sociales [1]. El pertinaz historial de desigualdad social que la región ostenta desde hace varias décadas se traduce, según estimaciones de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) para el año 2005, en un 40,6% de la población viviendo en situación de pobreza y hasta un 18% en la pobreza extrema [2], lo que acercaría a la cifra de los 100 millones de personas en situación de indigencia.

Además, los promedios que se utilizan para medir la pobreza difuminan las disparidades, tanto entre los territorios, como entre grupos étnicos y estratos sociales, y son precisamente aquellos países, territorios y poblaciones en peor situación los que menos avanzan en la reducción de la pobreza y la desigualdad [3]. Hoy, la lucha contra la pobreza y la mejora de los niveles de cohesión social en América Latina se han convertido en prioridades centrales reclamadas por la población y omnipresentes en el discurso de los dirigentes y las instituciones nacionales e internacionales, pero las dinámicas de la desigualdad son persistentes en toda la región y ahondan sus raíces en la discriminación y la exclusión social. (Pacheco; 2006: 145)

Mas allá de los Objetivos del Milenio: El reto frente a la pobreza y la desigualdad

Tras una década dominada por el debate sobre reformas económicas y el papel del libre mercado como motor del crecimiento económico, el comienzo del siglo XXI fue acompañado por una renovación de alcance mundial del discurso sobre las metas de desarrollo y de lucha contra la pobreza [4], que ha tenido su particular traducción en América Latina. Los desalentadores resultados de las políticas de ajuste y el descontento generado por sus consecuencias en las capas sociales más desfavorecidas reclamaban un nuevo enfoque que devolviera esperanza al continente. Se reconoce, sin embargo, que las soluciones son complejas y es necesario buscar un equilibrio entre un enfoque holístico, que aborde las causas profundas, y la adaptación de las políticas públicas a las circunstancias específicas nacionales y regionales. Por ello se ha abierto un nuevo escenario en el que la búsqueda de respuestas se centra en la construcción de un consenso social que permita llevar a término las políticas necesarias para remover la estructuras que perpetúan la pobreza y la desigualdad, y dificultan el desarrollo.

Un cambio de enfoque destacable respecto a décadas anteriores reside en la certeza de que no existen formulas genéricas que garanticen resultados en términos de desarrollo. Como se ha señalado, los mismos problemas en diferentes contextos requieren diferentes soluciones (RODRIK, 2006:6). Así, aunque pobreza y desigualdad sean un problema común en América Latina, ni las magnitudes, ni las condiciones en las que los diversos países han de afrontar las dificultades son comparables en la mayor parte de los casos. Esta afirmación, prima facie, parece entrar en contradicción con el establecimiento de unas metas cuantitativas universales como las establecidas en los Objetivos del Milenio (ODM), y de hecho, la aplicación de éstos, tanto en general como en particular para América Latina, no ha estado exenta de polémica [5].

Un problema específico lo encontramos en la medición de la línea de pobreza extrema, que la primera meta del milenio sitúa en menos de un dólar diario. Esta referencia no se ajusta al contexto económico y social de la mayoría de países latinoamericanos. Por ello, la CEPAL utiliza un método alternativo de definición de la pobreza extrema basado en el cálculo del coste de satisfacer las necesidades alimentarias mínimas en cada país [6]. Tampoco una buena parte de las metas basadas en índices de cobertura [7] se adaptan a los principales retos que afronta la región ya que en muchos casos el problema está, sobre todo, en la calidad de los servicios y no tanto en el acceso. En cuanto a los indicadores sobre medio ambiente, su estrecha visión ha sido explícitamente reconocida, pues únicamente se atiende parcialmente a la reducción de los daños ambientales y no a una verdadera estrategia global de desarrollo sostenible (ONU 2005:178).

Por otra parte, no se puede obviar la estrecha interrelación entre los diferentes objetivos y metas, y de estos con el contexto, por lo que una evaluación de los ODM por separado carece de la necesaria dimensión estratégica para afrontar las causas profundas de la pobreza y la desigualdad. Es cierto que se pueden obtener resultados positivos aplicando políticas focalizadas de lucha contra la pobreza centradas en las necesidades básicas. Sin embargo, también lo es que esos resultados se difuminan y no se sostienen en el tiempo si no van acompañados de mejoras en la estabilidad política de los Estados, la garantía de unas instituciones democráticas, la protección de los derechos humanos, las políticas sociales generales y también un clima de crecimiento económico sostenible que ofrezca oportunidades a los más pobres y reduzca la vulnerabilidad a las crisis [8].

Para hacer diagnósticos más adecuados de la realidad de los países de América Latina se necesitan análisis e indicadores con un espectro más amplio [9]. No se trata de rechazar la incorporación de los ODM en las estrategias de desarrollo de los países de América Latina en la lucha contra la pobreza, sino de situarlos en la realidad nacional y regional atendiendo a los recursos y las potencialidades disponibles. La propia Declaración del Milenio reconoce que los ODM no consisten en un objetivo a conseguir de forma global, si no que deben aplicarse país por país atendiendo al punto de partida de cada uno. Igualmente el Secretario General de Naciones Unidas, Koffi Anan, advirtió de los peligros de una interpretación reduccionista de las metas y de la necesidad de "contemplar los ODM como parte de un programa de desarrollo aún más amplio", como el que fue en buena parte debatido y recogido en las conferencias mundiales que se celebraron en la década de los noventa [10]. Así, el citado informe del Secretario General recomendó que las políticas deben adaptarse a las circunstancias particulares, especialmente en el caso de los PRM, pero sin perder la visión regional y en un marco global, buscando la complementariedad entre todos los niveles.

La pobreza: múltiples dimensiones para un combate desigual

La pobreza extrema en América Latina, en promedio, se sitúa en un punto de partida inferior al de otras regiones en desarrollo, pero sus progresos han sido decepcionantes y han estado condicionados por la inestabilidad económica y política. Mientras en la primera mitad de los noventa, con una coyuntura económica muy favorable se produjeron avances en su disminución, la segunda mitad conllevó un estancamiento e incluso retrocesos alarmantes, con muy pocas excepciones [11]. En términos cuantitativos la pobreza se concentra en países de gran población, pero con mayor renta per cápita [12]. Sin embargo, en términos relativos se observa que la incidencia de la indigencia fluctúa del más del 30% de la población en Bolivia, Guatemala, Honduras, Nicaragua o Panamá, a menos del 10% en Chile, Costa Rica y Uruguay (ONU 2005:28) . Esta diversidad de situaciones y de recursos necesarios para hacer frente al problema condiciona el enfoque de las políticas y los instrumentos disponibles. Así el índice sobre la brecha de la pobreza extrema [13] muestra una alta correlación con el porcentaje de indigentes del país, y afecta sobre todo a los países con pocos recursos para programas de inversión social como Bolivia, Honduras y Nicaragua.

Las diferencias se reproducen en el interior de los países de manera que la incidencia de la pobreza extrema es mayor en el campo (37%) que en las ciudades (17%) (ONU, 2005:27-30) donde vive el 75% de la población [14]. A su vez, estas proporciones, varían de manera considerable, no solo entre países, sino entre regiones de un mismo país, lo que dificulta el establecimiento de políticas de alcance nacional. También la dinámica es diversa; por ejemplo, hay una menor tendencia a la reducción de la pobreza en las áreas rurales, y las desigualdades aumentan si se toman en consideración la procedencia étnica, las diferencias de género y los grupos vulnerables, como niños y personas mayores o discapacitados. Estas diferencias no se dan sólo en términos de renta, sino que afectan de forma grave al acceso y calidad de los servicios para cubrir las necesidades básicas como agua potable, alimentación, educación o salud.

De esta manera, la pobreza tiene una multitud de manifestaciones que obedecen a diversas causas.Por ello, su reducción exige desarrollar estrategias integrales que aborden diferentes dimensiones y se adapten a las necesidades específicas de cada grupo o territorio, pero sin olvidar los efectos sistémicos. Es comúnmente aceptado que existen dos vías complementarias para la lucha contra la pobreza: una indirecta, que abordaría la mejora del entorno económico, y otra directa atendiendo a las situaciones individuales que se traduciría en políticas sociales. Ambas son interdependientes pues, por una parte, se ha comprobado que las reformas macroeconómicas y el crecimiento, por si mismos, no son capaces de reducir de forma estable y suficiente la pobreza mientras se mantengan estructuras de distribución de la renta excluyentes. Pero, por otra parte, se reconoce la imposibilidad de mantener en el largo plazo políticas sociales re-distributivas sin tener una financiación suficiente basada en economías dinámicas y saneadas.

Aunque hoy ya no sea un valor absoluto, se sigue considerando que el crecimiento estable es un elemento imprescindible para la lucha contra la pobreza y la mejora de la calidad de vida [15]. Sin embargo, la lenta disminución de la pobreza en la región incluso en periodos de crecimiento económico como la primera mitad de los años noventa y, sobre todo, las consecuencias sociales de la gran vulnerabilidad de las economías nacionales a las crisis financieras han hecho replantearse las estrategias. Hoy se busca un crecimiento que, al tiempo que fomenta las inversiones, genere tejido productivo, cree empleo y sea sostenible en el tiempo. Las privatizaciones y la liberalización de los años noventa consiguieron atraer grandes flujos de inversión extranjera directa (IED), pero en su mayoría no se destinaron a la industria productiva, se generó poco empleo, e incluso éste disminuyó, y se incrementó la volatilidad económica. A su vez, la inestabilidad conllevó un incremento de la informalidad que desplazó a la marginalidad a sectores con un gran potencial dinámico, y las crisis empujaron a la pobreza a las capas más vulnerables.

Para revertir esa dinámica hacia la exclusión por otra más incluyente será necesario establecer incentivos para la formalización y modernización económica de todos los sectores y especialmente los más débiles. Sin embargo, en la actualidad persiste un déficit de inversión en infraestructuras sociales y económicas que disminuyan los desequilibrios territoriales y permitan acceder en igualdad de oportunidades a los servicios y los activos productivos, tanto en las zonas urbanas como en las zonas rurales. En estas últimas, es especialmente peligrosa la dualización entre un sector agrícola moderno enfocado a las exportaciones y dependiente de los precios de las materias primas, y una economía de subsistencia sin acceso al mercado, con la que sobreviven las familias, a veces en condiciones de extrema pobreza. Por ello, una estrategia de desarrollo rural para combatir la pobreza precisa no solo de transferencias de recursos, si no también del fomento del tejido productivo local, de la ampliación del alcance de los programas, de fomentar el acceso a las tecnologías, de formación del capital humano, y que se garantice la sustentabilidad de las actividades económicas.

En general, un crecimiento que contribuya a la disminución de la pobreza debe dinamizar la pequeña y mediana empresa. Ésta es fundamental para fortalecer el tejido económico, diversificar la economía y hacerla menos dependiente de la inversión extranjera más volátil. La IED es imprescindible, pero debe acoplarse a la economía nacional y ajustarse a las condiciones del mercado nacional para contribuir a la estabilidad, recibiendo a cambio garantías de seguridad y transparencia. La articulación de todos los actores requerirá también adecuar el diseño y funcionamiento de las instituciones políticas reguladoras de los agentes económicos, tanto en los aspectos de estabilidad financiera, como en las políticas de competencia y la seguridad jurídica. En esta dirección, la transparencia requiere del establecimiento de mecanismos de seguimiento y evaluación fiables.

1 comentario:

  1. Esta información pueden utilizarla para fundamentar la exposición(el equipo que eligió esta temática) pero deben usar otras fuentes

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